Lo que comen los vecinos
Hay algo muy sospechoso sobre la casa de al lado. En la hilera de portones de madera que se forma detrás de las banquetas sucias, el suyo permanece cerrado durante el día. De noche entran los sinrostro: personas que de una u otra forma cubren su identidad facial. Con bufandas, gorros o mascadas, los anónimos se aproximan y amenazan desde la sombra que los protege y siempre, a unos pasos antes de que crucemos camino, dan una vuelta militar y desaparecen por el portón de esa casa. Hace unos meses vi a dos mujeres con rostro, dos putas que llegaron en un taxi. Yo venía con la cena en las manos y presencié la bienvenida que, fríamente, les dieron los sinrostro indicándoles el camino y cerrando el portón. Varias horas más tarde salí por algo al coche, el taxi seguía ahí. El chofer, a pesar de las trompetas mariacheras que alcanzaban a salir de los vidrios del auto, emitía unos ronquidos estridentes. Las putas seguían adentro. A la mañana siguiente vi al taxista salir encabronado y solo, pero sobre todo consciente de que algo no estaba bien, que el dinero que no le pagarían no importaba ni lo que le diría el supervisor del sitio, tampoco le preocupó lo que le diría su esposa cuando llegara con las manos vacías y que las operadoras del sitio, unas pinches viejas chismosas, le contaran que había ido a dejar a dos putas sin reportar más pasajeros el resto de la noche. Al taxista lo que le preocupaba eran las putas. Porque el taxista había visto a aquellos seres ocultos bajo las sombras. Porque sabía que ellas jamás saldrían del lugar y que por más que estacionara fuera, no había nada que pudiera hacer para ayudarles, que era demasiado tarde y que, desde el momento en que cerraron el portón de madera, sintió un temor que le impedía tocar siquiera el claxon, mucho menos acercarse a la puerta del lugar. Cosas así he visto por el acceso frontal de la casa. Por detrás, nuestros terrenos se cruzan caprichosamente como piezas de Tetris. En su jardín hay: dos patos, uno blancuzco y el otro negro, alguna fuente en ruinas y una maleza accidentada. El lugar da escalofríos. De día, por supuesto, no hay movimiento alguno en el jardín. De noche las aves hacen ruidos, con sus picos pagan el pato sin poder volar.
Desde la noche de las putas no he visto más descensos, no he visto a más personas con una cara identificable entrar por el grueso portón de madera. A los taxis, en cambio, no he dejado de verlos esperar por las noches e irse en las mañanas, completamente despavoridos.