El sexo de las piedras
Las piedras no tienen hijos. Si se juntan dos piedras, si se pone una encima de la otra, y se espera, ninguna se preña.
Las piedras no tienen hijos. Es más, si se levanta una piedra y se la deja en la mano, si se la observa lentamente, no ofrece sexo.
Algunas piedras presentan ranuras, presuntas grietas vaginales, profundas.
En ocasiones, el musgo húmedo simula el bozo del pubis, la lisura de otras, la redondez causada por el meteoro y los elementos, semeja formas femeninas. Pero las redondeces y los senos no tienen ni el más remoto gesto de producir una gota de leche.
No son senos en verdad, son formas naturales de la piedra. Formas que esculpió el destino en la piedra.
Casualidades. Episodios de la materia.
No son esferas propiamente dichas. Son casualidades redondas. No se trata de glúteos, son gajos de piedra. Y aunque aparezca un pozo central y sombrío entre las nalgas pétreas ese pozo no es anal, es el agujero que hizo la lágrima del agua al llorar en la piedra, durante miles de años, durante miles de millones de años.
La lluvia lloró en la espalda de la piedra hasta crear la ilusión, el atisbo de un agujero frío y ríspido en donde poner el dedo y no sentir nada.
El dedo en el agujero, en el borde irregular que creó el llanto milenario del agua en el centro de la piedra. El hueco inconducente. Áspero.
Y si se da vuelta esa misma piedra y se vuelve a mirar la vulva aparente, si se recorre con la yema del dedo la arista de los pelos de musgo, el terciopelo verde, se siente sí una humedad. Pero es una humedad fría, porosa, inculta. Distante de lo femenino. Diferente del órgano sexual.
Casi no existen piedras masculinas. Es mucho más difícil encontrar una piedra así.
Sin embargo, algunos guijarros, ciertos cantos rodados, por su disposición, por su peculiar destello bajo el agua o apoyados en tierra sin más fuerza que la falible maravilla de su apariencia recuerdan la alegría curva de Dios, su deseo vivo endurecido.