sábado, mayo 07, 2011

Simone Darrieux, rue des Petites Écuries, París, julio de 1977

Simone Darrieux, rue des Petites Écuries, París, julio de 1977. Cuando Ulises Lima llegó a París no conocía a nadie más que a un poeta peruano que había estado exiliado en México y a mí. Yo sólo lo había visto una vez, en el café Quito, una noche que estaba citada con Arturo Belano. Hablamos un poco los tres, lo que duraron los cafés con leche, y luego Arturo y yo nos fuimos.
A Arturo sí que lo conocí bien, aunque desde entonces nunca más lo he vuelto a ver y con casi toda probabilidad nunca más lo vuelva a ver. ¿Qué hacía yo en México? En teoría estudiar antropología, pero en la práctica viajar y conocer el país. También asistía a muchas fiestas, es impresionante el tiempo libre del que disponen los mexicanos. El dinero (estaba becada) por descontado no me alcanzaba para todo lo que quería, así que me puse a trabajar para un fotógrafo, Jimmy Cetina, al que conocí en una fiesta en un hotel, creo que el Vasco de Quiroga en la calle Londres, y mi economía mejoró considerablemente. Jimmy hacía desnudos artísticos, así los llamaba él, en realidad era pornografía Light, desnudos integrales y poses provocativas, o secuencias de strip-tease, todo en su estudio en los altos de un edificio en Bucareli.
Ya no recuerdo como conocí a Arturo, tal vez a la salida de una sesión de fotografía, en el edificio de Jimmy Cetina, tal vez en un bar, tal vez en una fiesta. Puede que fuera en la pizzería de un norteamericano al que le decían Jerry Lewis. En México la gente se conoce en los lugares más inverosímiles. Lo cierto es que nos conocimos y nos caímos bien, aunque tardamos casi un año en acostarnos juntos.
A él le interesaba todo lo que proviniera de Francia, en ese aspecto era un poco ingenuo, creía que yo, que estudiaba antropología, tenía obligatoriamente que conocer, por ejemplo, la obra de Max Jacob (el nombre me suena, pero nada más), y cuando yo le decía que no, que lo que las jóvenes francesas leían era otra cosa (en mi caso, Agatha Christie), bueno, él simplemente no se lo podía creer y pensaba que le estabas tomando el pelo. Pero era comprensivo, quiero decir, parecía pensar en términos de literatura todo el tiempo, pero no era un fanático, no te despreciaba si no habías leído en tu vida a Jacques Rigaut, y además a él también le gustaba Agatha Christie y a veces nos pasábamos horas recordando algunas de sus novelas, repasando los enigmas (yo tengo pésima memoria, la de él, en cambio, era buenísima), reconstruyendo esos asesinatos imposibles.
No sé qué fue lo que me atrajo de él. Un día lo llevé a mi departamento, en el que vivía con otros tres estudiantes de antropología, un norteamericano de Colorado y dos francesas, y al final, a las cuatro de la mañana, terminamos en la cama. Antes yo le había advertido de algunas de mis peculiaridades. Le dije, medio en serio, medio en broma, estábamos riéndonos en el jardín del Museo de Arte Modernom en donde están las esculturas, qué horror de esculturas, le dije: Arturo, nunca te acuestes conmigo porque yo soy masoquista. ¿Y cómo es eso?, dijo él. Pues que me gusta que me peguen cuando hago el amor. Entonces Arturo dejó de reírse. ¿Lo dices en serio?, dijo. Completamente en serio, dije yo, me gusta que me den bofetadas en la cara, que me azoten las nalgas, cosas de ese tipo. ¿Fuerte?, dijo él. No, no muy fuerte, dije yo. En México no debes coger mucho, dijo él después de pensar un rato. Le pregunté por qué lo decía. Por las marcas, miss Marple, nunca te he visto magullada. Claro que hago el amor, repliqué, soy masoquista pero no bruta. Arturo se rió. Creo que pensó que yo bromeaba. Así que esa noche, ese amanecer mejor dicho, cuando nos metimos en mi cama, me trató con mucha dulzura y a mí me dio corte interrumpirlo, si me quería lamer entera y darme besitos muy suaves, pues que lo hiciera, pero al poco rato advertí que no se le ponía dura, se la cogí y se la acaricié un ratito, pero nada, entonces le pregunté al oído si estaba preocupado por algo y él dijo que no, que estaba bien, y seguimos magreándonos otro rato más, pero era evidente que no se le iba a levantar, y entonces yo le dije está bien, no te esfuerces más, no sufras más, si no quieres no quieres, suele pasar, y él encendió un cigarrillo (fumaba unos que se llamaban Bali, qué nombre más curioso) y se puso a hablar de la última película que había ido a ver, y luego se levantó y estuvo dando vueltas desnudo por la habitación, fumando y mirando mis cosas, y luego se sentó en el suelo, junto a la cama, y se puso a contemplar mis fotografías, algunas de las fotografías artísticas de Jimmy Cetina que yo guardaba no sé por qué, porque soy tonta, seguramente, y yo le pregunté si le excitaban, y él dijo que no pero que estaban bien, que yo estaba muy bien, tú eres muy hermosa, Simone, dijo, y en ese momento, no sé por qué, a mí se me ocurrió decirle que se metiera en la cama, que se pusiera encima de mí y que me diera golpecitos en las mejillas o en el culo, y el me miró y dijo yo soy incapaz de hacer eso, Simone, pero yo le dije venga, valor, métete en la cama, y él se metió, me di la vuelta y levanté las nalgas y le dije: empieza a pegarme poco a poco, has de cuenta que esto es un juego, y él me dio mi primer azote y yo hundí la cabeza en la almohada, no he leído a Rigaut, le dije, ni a Max Jacob, ni a los pesados de Banville, Baudelaire, Catulle, Mendés y Corbiere, lectura obligatoria, pero sí que he leído al Marqués de Sade. ¿Ah sí?, dijo él. Sí, dije yo, acariciándole la verga. Los golpes en el culo cada vez los daba con mayor convicción. ¿Qué has leído del Marqués de Sade? La filosofía en el tocador, dije yo. ¿Y Justine? Naturalmente, dije yo. ¿Y Juliette? Por supuesto. ¿Y Los 120 días de Sodoma? Claro que sí. Para entonces estaba húmeda y gimiendo y la verga de Arturo enhiesta como un palo, así que me volví, me abrí de piernas y le dije que me la metiera, pero que sólo hiciera eso, que no se moviera hasta que yo se lo dijera. Fue rico sentirlo dentro de mí. Abofetéame, le dije. En la cara, en las mejillas. Méteme los dedos en la boca. Él me abofeteó. ¡Más fuerte!, le dije. Durante unos segundos en la habitación sólo se escucharon mis gemidos y los golpes. Después el también se puso a gemir.
Hicimos el amor hasta que amaneció. Cuando terminamos él encendió un Bali y me preguntó si había leído el teatro del Marqués de Sade. Le dije que no, primera noticia de que Sade hubiera escrito teatro. No sólo escribió teatro, dijo Arturo, sino que también escribió muchas cartas dirigidas a empresarios teatrales en donde los animaba a producir sus obras. Pero, claro, nadie se atrevió a montar ninguna, hubieran acabado todos presos (nos reímos), aunque lo increíble es que el Marqués insistía en su empeño, en las cartas llega a sacar cuentas hasta de lo que se debía pagar en vestuario, y lo más triste de todo es que sus cuentas calzan, ¡son buenas! , las obras hubieran producido beneficios. ¿Pero eran pornográficas?, le pregunté. No, dijo Arturo, eran filosóficas, con algo de sexo.
Fuimos amantes durante un tiempo. Tres meses, exactamente, lo que me faltaba para volver a París. No todas las noches hicimos el amor. No todas las noches nos veíamos. Pero lo hicimos de todas las formas posibles. Me ató, me azotó, me sodomizó. Nunca me dejó una marca, salvo el culo enrojecido, lo que dice bastante de su delicadeza. Con un poco más de tiempo yo hubiera terminado acostumbrándome a él, es decir necesitándolo, y él hubiera terminado por acostumbrarse a mí. Pero no nos dimos ningún tiempo, sólo éramos amigos. Hablábamos del Marqués de Sade, de Agatha Christie, de la vida en general. Cuando yo lo conocí él era un mexicano como cualquier otro, pero en los últimos días se sentía, cada vez más, un extranjero. Una vez le dije: vosotros, los mexicanos, sois así o asá y él me dijo yo no soy mexicano, Simone, yo soy chileno, con algo de tristeza, es cierto, pero con bastante determinación.

Los detectives salvajes
Roberto Bolaño