Antón
No tenían hijos ni mayores motivos para verse. Antón impuso un tono cauto para tratar cualquier asunto, dolido por su incapacidad de hacer el ridículo en la última tarde que pasaron juntos, de rendirse ante las lágrimas, las súplicas que hubiera querido pronunciar. Curiosamente le incomodó que Susana adoptara ahora ese lenguaje seco, casi cívico. Leyó con precipitación las frases claras, sin dobleces posibles, y tuvo que releerlas para cerciorarse de que no implicaran nada más. Susana iba a Xalapa a visitar a la familia de una amiga muerta (en la nerviosa lectura inicial entendió que iba a ver una muerta), esa amiga había sido su socia, su compañera de vida. ¿"Todavía te dicen Antón"?, preguntaba con aire distraído cuando ya salía de la carta, como si ella ya se hubiera curado de otros nombres. Antón no, más de cincuenta años con ese mote irrenunciable. Galia, tan joven, tan reordenadora, quiso decirle Antonio, pero los amigos de siempre, las frases hechas que imitaba con su talento de actriz, la regresaron al apodo, otra vez Antón, sus costumbres.
El anillo de Cobalto, La casa pierde. Juan Villoro