Te escribo esta carta aunque sé que no vas a leerla. Quizá por eso mismo me atreva a desafiar el silencio de nueva cuenta; por un momento me regocijé pensando que no tendría que volver a someterme a esa tortura, que una pluma no estaría otra vez en mis dedos para verter insípidas gotas de tinta, pero no soy capaz de escapar al delirio. No comprendo qué absurda manía me lleva a calicnarme con mis propias - ahora desgastadas - palabras. No resisto, como si no fuese yo sino otro quien dicta estas líneas de dolor y sangre. Dios mío, cómo desearía poder decirle esto a alguien - inclusi a ti - en lugar de tener que escribirlo. En verdad nada destruye como la escritura: aniquila la realidad cuando cree preservarla, la inmoviliza y agota cuando intenta rescatarla del olvido y el tránsito. El sentido del mundo está en caminar, en el movimiento, en el cambio: fue hecho sólo para deslizarse en instantes irrecuperables, para nacer y morir en un parpadeo. En cambio la literarura, falaz remedo de la memoria, está paralítica; formada a base de insatisfacciones, no resucita a nadie. Como el amor, desde el inicio se encuentra condenada al fracaso. Lástima que lo descubriera tan tarde; ahora, aun sabiendo que es inútil, que por ella me condeno, no logro evitarla. Te escribo porque he decidido lanzarme al vacío: al menos en este caso no me atrapa la inercia. Será el único acto digno de mi vida: despeñarme libremente, arrostrando la responsabilidad. Lo peor es que te escribo y ni siquiera sé si te conozco. ¿Te amé? ¿A quién amamos? No a las personas, sin duda, sino a sus imágenes, las nebulosas siluetas que hacemos de ellas: a sus residuos. A fin de cuentas - el dolor lo prueba - sólo existimos para quienes nos aman o nos odian. Por desgracia esa temible existencia que nos otorgan los otros no se parece a nuestra amargura. De ahí que el amor más profundo sea el que tiene por objeto a un desconocido; así lo poseemos sin decepcionarnos de la idea que tenemos de él comparada con su cuerpo. Cuando convivimos con el ser amado, cuando lo vemos a diario, cuando somos capaces de adivinar sus pensamientos, el amor se desvanece y nos damos cuenta de que el otro no ha sido más que un pretexto. Pero no me importa, a estas alturas me da igual que seas una invención mía y no vayas a leer esta carta: de cualquier modo voy a escribírtela. Que el azar me pruebe en este viaje absurdo, yo probaré en él mi suerte. Muy poco me resta de ti: apenas una remembranza amarga, un espasmo, jamás una mirada, una palabra, una caricia tuya. Todo se desvaneció; ni siquiera tu nombre significa algo, pues, ¿a cuál de tus figuras, estados de ánimo, sentimientos he de dirigirme? ¿Cuál de todos esos ojos, mejillas, llantos, insultos eres tú? Sólo sé que, pese a la irracionalidad que entraña, te amo intensamente, mi destino depende de un murmullo de tus labios, de una seña de tu mano. Es la paradoja: no puedo dejar de decirte ya nada. Nada puede hacer que te oculte lo que por ti y para ti es en mí. Nada me puede contener, ni el temor de herirte; te hiero en mí, yo sangro más que tú, yo sufro más, pero es necesario. Estoy poseído esta vez, nada mío puede negar a lo que me posee; me posee el amor a ti. Me da una resolución que tú puedes mirar, una lucidez que puedes sentir. Te toco, te veo, te toco y te veo en mí: yo soy de ti, fuera de ti no soy: déjame que me defienda de morirme. Deja que por un instante vuelva a hacerme de ti; que lo intente. Bien sabes adonde llegaba mi violencia por tu piel y por tu mente, lo que amaba de tu dolor para apropiármelo, para llenarme de él y liberarte de su peso. Eras una meta inalcanzable, huías como tu cariño; escapabas en tu fragilidad con mis lágrimas. Yo te perseguía hasta en los espejos donde acostumbrabas mirarte. Te buscaba, te atrapaba, te estrechaba contra mi pecho sólo para observar cómo desaparecías entre mis brazos. Perdóname si te lo recuerdo. Te he hablado, te hablo sin pudor, brutalmente. Te he hablado a pesar de que al hablarte miro que te hiero, pero yo te digo que yo me hiero más hondamente, que yo sufro más horriblement y que el mayor mal que me ha hecho la vida y que todavía puede hacerme es que tenga que hacerte daño fatalmente, sin que nada en mí pueda evitarlo, a pesar de que todo en mí llora de verlo y se enloquece de sentirlo. Estoy llorando como nunca he llorado. Toda mi vida está llorando por ti. Perdóname, fui yo quien te destruyó, no el tiempo. Debía olvidarte, asesinarte, apartarte de mi cabeza. Tú y yo. Y vencí: de pornto dejaste de importarme. Quise entonces excluir de mi alma los sentimientos, siniestras llaves de puertas no deseadas, ápices de debilidad. Ellos nunca me explicarían el mundo. Me refugié en la inteligencia, ese frío tumor: con ella fabriqué un universo contingente, con leyesprecisas, donde no hacías falta. El azar está prohibido; el amor, proscrito. Perdí de vista que, aun reinando, la inteligencia siempre permanece sola. Absolutamente sola. Perdónamen, pues, esta carte: necesitaba escribirla y adquirir valor para la única conclusión posible, la consecuencia extrema de mi vida y de mi obra. Infinidad de veces repetí que había que arrancarle al mundo los escasos jirones de verdad que nos muestra: ahora me veo precisado a desprender el más importante, el que puede justificar los demás, el que puede dar sentido al tedio y al dolor, a las risas necias y los olvidos puntillosos, a tu amor desvaneciso y a esta carta que se pierde con mi sangre.
Amada, estás presente a pesar del oscuro silencio.
Jorge