Como no existía un nombre para el puesto que ocupo, o al menos nadie me lo dijo, decidí inventármelo, y ahora firmo los mails oficiales como
< < administrador del conocimiento > > del museo. Saqué la idea de un anuncio espectacular que se levanta sobre el Periférico promocionando las nuevas licenciaturas de una universidad privada. Una de ellas se llama así, precisamente: Administrador del conocimiento. Me encantó: sentí que expresaba mis convicciones más íntimas: ya con lo que se sabe sobre el mundo es más que suficiente, creo. Ahora lo que procede es administrar ese saber de forma tal que la gente sea feliz, que no se sienta constante e irremediablemente desgraciada.
Yo no soy especialmente feliz. Y además creo que nunca estudiaría esa carrera. De hecho nunca estudiaría ninguna carrera. De hecho, nunca estudié ninguna carrera. Al menos no de cabo a rabo. Pasé casi cuatro semestres, es verdad, inscrito en Letras Inglesas, pero un profundo rechazo hacia el entusiasmo universitario me hizo desistir a tiempo, justo antes de que, abducido por uno de esos diligentes alumnos que opinan sobre cualquier tema, me convenciese de las ventajas de afiliarme a un grupo específico de estudios, dispuesto a destazar, durante años, el mismo, idéntico fragmento de una novela del siglo XIX.
En medio de extrañas víctimas
- Daniel Saldaña París