martes, agosto 31, 2010
lunes, agosto 30, 2010
In the suburbs I
I learned to drive
And you told me we'd never survive
Grab your mother's keys we're leavin'
You always seemed so sure
That one day we'd fight in
In a suburban world
your part of town gets minor
So you're standin' on the opposite shore
But by the time the first bombs fell
We were already bored
We were already, already bored
Sometimes I can't believe it
I'm movin' past the feeling
Sometimes I can't believe it
I'm movin' past the feeling again
Kids wanna be so hard
But in my dreams we're still screamin' and runnin' through the yard
And all of the walls that they built in the seventies finally fall
And all of the houses they build in the seventies finally fall
Meant nothin' at all
Meant nothin' at all
It meant nothin
Sometimes I can't believe it
I'm movin' past the feeling
Sometimes I can't believe it
I'm movin' past the feeling and into the night
So can you understand?
Why I want a daughter while I'm still young
I wanna hold her hand
And show her some beauty
Before this damage is done
But if it's too much to ask, it's too much to ask
Then send me a son
Under the overpass
In the parking lot we're still waiting
It's already passed
So move your feet from hot pavement and into the grass
Cause it's already passed
It's already, already passed!
Sometimes I can't believe it
I'm movin' past the feeling
Sometimes I can't believe it
I'm movin' past the feeling again
I'm movin' past the feeling
I'm movin' past the feeling
In my dreams we're still screamin'
We're still screamin'
We're still screamin'
domingo, agosto 15, 2010
La importancia de llamarse Jorge López
Esa mañana Jorge López se levantó 13 minutos antes que lo habitual. Se sirvió un cereal con malvaviscos de colores pastel. Cuando terminó de rescatar a cucharadas los grumos restantes, reparó en la mezcla de colores ondulando en la leche. Distintos paisajes se desplegaban en aquel tazón, dibujaban espirales y describían curvas hermosas. Nunca había notado tal armonía en su desayuno. Como era preciso de lunes a viernes, estuvo en su trabajo de 9 a 3, para sentirse solamente un Jorge López más. A la hora de la comida decidió ir al buffet chino, solo. Contó sus monedas y recorrió dos largas cuadras industriales. Apenas terminó su tercer platillo bañado en salsa agridulce, Jorge pidió la cuenta. La mesera, una china de dentadura aterradora, le entregó su deuda con una galleta de la suerte. El papelito de la fortuna dictaba:
“El camino viejo ha llegado a un final. ¡No esperes lo ordinario!
Número de la Suerte 12, 13, 17, 19, 37, 38“
Después de completar su jornada laboral, Jorge caminó a la estación buscando un autobús que lo llevara a casa, en donde lo esperaba un cactus seco y un refrigerador medio vacío. En la noche recién caída, los autobuses levantaban polvo y se iban sin un pasajero inadvertido. Jorge se apresuró a una cantina a la que nunca había entrado. Se acercó a la barra y pidió una cerveza clara. “Bien muerta” le recordó al cantinero.
El cantinero envolvió la botella en una servilleta que se adhirió al vidrioso y gélido cuerpo. Colocó violentamente un tarro sobre la barra y sirvió con desinterés, con el desinterés de conocer la vida de un Jorge López más. El tarro, naturalmente, se llenó de espuma burbujeante con un ligero atisbo de líquido amarillento al fondo. Jorge intentó lanzar una mirada de reclamo al cantinero, pero éste ya atendía a un hombre evidentemente norteamericano sentado a un par de bancos de distancia, así que volvió la mirada a la espuma que se daba a borbotones. Esperaba beber su cerveza fría y la espuma caprichosa parecía desbordarse en lugar de ceder. En sus burbujas, Jorge notó la fuerza dolorosa de una piel quemada y, al mismo tiempo, recordó el patrón de movimiento de una nube nocturna. La espuma ascendía desde el fondo del vaso para darle paso a una bebida fría que empujaba. Cuando Jorge estaba a punto de dar el primer sorbo, el norteamericano se acercó con sobrada confianza:
– ¿Jorge López? –entonó pronunciando las erres con anglosajona inflexión.
–¿Quién es usted? ¿Cómo sabe mi nombre, pinshi gringo? –reclamó Jorge.
– Tranquilo amigo, soy Jon Smith, vine a su país para platicar con usted –aclaró el gringo. Jorge dio su primer trago a la cerveza y miró al tal Jon sobre la curva del tarro.
– ¿Qué quiere, pues? –se atrevió a preguntar. Jon metió su mano al bolsillo y sacó una galleta de la suerte rota por la mitad.
–Mire la fortuna –sugirió el gringo mientras extendía el papelillo. Jorge leyó de soslayo exactamente la misma inscripción que en su galleta de esa tarde.
– No esperes lo ordinario –dijo en voz alta el gringo, que se notaba intranquilo pero certero en sus palabras. –Lo que le voy a decir le sonará extraño –continuó Jon –vengo de un grupo de personas ordinarias, personas con nombres que, como el suyo y el mío, son usados a diario por empresas, gobiernos, bancos, escuelas, películas. You name it. Todas esas compañías saben que existes porque ellos te crearon –Jon hizo una pausa para tragar saliba. –Pensarás que soy un gringo loco, pero tal vez no serías quien eres si te llamaras Ernesto o Rodrigo, tal vez tu vida no sería tan vacía.
– ¿Y tú qué sabes de mi vida? –replicó Jorge ligeramente sobresaltado pero con auténtica curiosidad y temor por que pudiera responder la pregunta.
– No necesito saber mucho, yo soy como tú, y así somos muchos, pero no tantos como pensarías –Jon se detuvo y bebió de su cerveza, clara también. –Los que saben todo son ellos. Yo sólo vengo a decirte que tengas cuidado, estas compañías quieren que te mantengas siendo ordinario. Si intentas hacer algo distinto te puedes meter en problemas.
Esa misma noche Jorge soñó que leía en una sección perdida del periódico una nota sobre un hombre muerto a manos de un norteamericano que se dio a la fuga. El periodista daba cuenta de que el cuerpo carecía de identidad y reclamo. Jorge sabía que ese hombre era él, aunque lo que más le llamó la atención fue que la fotografía mostraba desde lejos al cuerpo cubierto por una manta. Los pies apuntaban al cielo en un horizonte que, si bien se desplegaba en blanco y negro, era claramente un amanecer muy colorido.
Insomnio
Hace varias semanas, en una noche fresca y cadenciosa, me invadió una zozobra que no me dejó dormir sino hasta las cinco de la mañana. El desvelo me hizo faltar al trabajo y ese mismo día me despidieron con un amable correo electrónico. Me quedé sin ingresos, mis bolsillos raquíticos me alejaron de bares y restaurantes que se habían convertido en un lujo incosteable. El teléfono dejó de sonar, ya no era invitado a lugares a los que de antemano no iría. Con la renta vencida y la despensa a medio hacer, pasaba el día solo, sentado en un sillón de la sala. Todavía no entiendo por qué me gustaba ese sillón, si era el más incómodo y al único que no le daba el sol a ninguna hora.
Desde la noche de desvelo me hacía falta algo. Pasaba el tiempo viendo la televisión apagada. De vez en cuando abría un libro para escuchar balbuceos lejanos en el fondo de mi cabeza. Calentaba comida en el microondas con el afán de un coleccionista de vasos de unicel. La computadora sólo me servía para mostrar una inmutable bandeja de entrada. También dejé de recibir correos desde aquella noche, pero no sólo eso, había algo más, algo que me había dejado liviano pero aprisionado. En el buscador nada me provocaba curiosidad. La falta de avidez por algo, lo que fuera, era consecuencia, tal vez, de una sensación de saberlo todo. En el fondo entendía las respuestas a esas preguntas indescifrables, lo entendía porque era parte de ellas. Aun así no me interesaba. Debajo de la aparente soberbia yacía un temor infantil, el que sentía cuando acompañaba a mi madre al supermercado y la perdía de vista. No recordaba lo que había hecho durante el insomnio que me trajo hasta aquí. Sentía que llevaba sentado en el sillón un tiempo incuantificable. Esto me aterraba.
Hasta en mis sueños aparecía sentado ahí, frente a la pantalla en negro. Pasaron semanas, tal vez meses, no podría decir a ciencia cierta. En mis sueños no podía moverme, tenía las manos entumidas como artrítico y –aunque mis ojos permanecieran cerrados– veía poco más allá de mi nariz y hasta el ángulo de mis sienes. Estos sueños me atormentaban por repetitivos: no sucedía nada. Sin embargo, no se sentían como pesadillas, pues carecían de autoflagelación y paranoia, tampoco tenía delirios de persecución. Sólo estaba en la sala buscando algo con la mirada, una mínima señal. Y nada. Después de dormir por semanas avancé en mi sueño, me enfoqué en la televisión, que cada vez estaba más lejos. Escuchaba el teléfono sonar en otra casa, a más de una cuadra. El silbido del viento desértico hacía eco y murmuraba en la calle para después filtrarse por detrás del televisor. El viento se silenció cuando, al poco tiempo, advertí mi reflejo en la pantalla. Me acerqué y comprobé que estaba completamente podrido, muerto sin duda alguna. Sin dolor ni arrepentimientos: la muerte es dulce, pero su antesala cruel. No sé si el sueño, esa engañosa realidad en la que puedo levantarme del sillón, lo siga teniendo hasta que alguien entre quejándose por el olor, cuando mi madre llame en navidad y no conteste o cuando mis más profundos dolores mueran también. Tal vez eso o estoy condenado. Hay cosas que no sé.