La importancia de llamarse Jorge López
Esa mañana Jorge López se levantó 13 minutos antes que lo habitual. Se sirvió un cereal con malvaviscos de colores pastel. Cuando terminó de rescatar a cucharadas los grumos restantes, reparó en la mezcla de colores ondulando en la leche. Distintos paisajes se desplegaban en aquel tazón, dibujaban espirales y describían curvas hermosas. Nunca había notado tal armonía en su desayuno. Como era preciso de lunes a viernes, estuvo en su trabajo de 9 a 3, para sentirse solamente un Jorge López más. A la hora de la comida decidió ir al buffet chino, solo. Contó sus monedas y recorrió dos largas cuadras industriales. Apenas terminó su tercer platillo bañado en salsa agridulce, Jorge pidió la cuenta. La mesera, una china de dentadura aterradora, le entregó su deuda con una galleta de la suerte. El papelito de la fortuna dictaba:
“El camino viejo ha llegado a un final. ¡No esperes lo ordinario!
Número de la Suerte 12, 13, 17, 19, 37, 38“
Después de completar su jornada laboral, Jorge caminó a la estación buscando un autobús que lo llevara a casa, en donde lo esperaba un cactus seco y un refrigerador medio vacío. En la noche recién caída, los autobuses levantaban polvo y se iban sin un pasajero inadvertido. Jorge se apresuró a una cantina a la que nunca había entrado. Se acercó a la barra y pidió una cerveza clara. “Bien muerta” le recordó al cantinero.
El cantinero envolvió la botella en una servilleta que se adhirió al vidrioso y gélido cuerpo. Colocó violentamente un tarro sobre la barra y sirvió con desinterés, con el desinterés de conocer la vida de un Jorge López más. El tarro, naturalmente, se llenó de espuma burbujeante con un ligero atisbo de líquido amarillento al fondo. Jorge intentó lanzar una mirada de reclamo al cantinero, pero éste ya atendía a un hombre evidentemente norteamericano sentado a un par de bancos de distancia, así que volvió la mirada a la espuma que se daba a borbotones. Esperaba beber su cerveza fría y la espuma caprichosa parecía desbordarse en lugar de ceder. En sus burbujas, Jorge notó la fuerza dolorosa de una piel quemada y, al mismo tiempo, recordó el patrón de movimiento de una nube nocturna. La espuma ascendía desde el fondo del vaso para darle paso a una bebida fría que empujaba. Cuando Jorge estaba a punto de dar el primer sorbo, el norteamericano se acercó con sobrada confianza:
– ¿Jorge López? –entonó pronunciando las erres con anglosajona inflexión.
–¿Quién es usted? ¿Cómo sabe mi nombre, pinshi gringo? –reclamó Jorge.
– Tranquilo amigo, soy Jon Smith, vine a su país para platicar con usted –aclaró el gringo. Jorge dio su primer trago a la cerveza y miró al tal Jon sobre la curva del tarro.
– ¿Qué quiere, pues? –se atrevió a preguntar. Jon metió su mano al bolsillo y sacó una galleta de la suerte rota por la mitad.
–Mire la fortuna –sugirió el gringo mientras extendía el papelillo. Jorge leyó de soslayo exactamente la misma inscripción que en su galleta de esa tarde.
– No esperes lo ordinario –dijo en voz alta el gringo, que se notaba intranquilo pero certero en sus palabras. –Lo que le voy a decir le sonará extraño –continuó Jon –vengo de un grupo de personas ordinarias, personas con nombres que, como el suyo y el mío, son usados a diario por empresas, gobiernos, bancos, escuelas, películas. You name it. Todas esas compañías saben que existes porque ellos te crearon –Jon hizo una pausa para tragar saliba. –Pensarás que soy un gringo loco, pero tal vez no serías quien eres si te llamaras Ernesto o Rodrigo, tal vez tu vida no sería tan vacía.
– ¿Y tú qué sabes de mi vida? –replicó Jorge ligeramente sobresaltado pero con auténtica curiosidad y temor por que pudiera responder la pregunta.
– No necesito saber mucho, yo soy como tú, y así somos muchos, pero no tantos como pensarías –Jon se detuvo y bebió de su cerveza, clara también. –Los que saben todo son ellos. Yo sólo vengo a decirte que tengas cuidado, estas compañías quieren que te mantengas siendo ordinario. Si intentas hacer algo distinto te puedes meter en problemas.
Esa misma noche Jorge soñó que leía en una sección perdida del periódico una nota sobre un hombre muerto a manos de un norteamericano que se dio a la fuga. El periodista daba cuenta de que el cuerpo carecía de identidad y reclamo. Jorge sabía que ese hombre era él, aunque lo que más le llamó la atención fue que la fotografía mostraba desde lejos al cuerpo cubierto por una manta. Los pies apuntaban al cielo en un horizonte que, si bien se desplegaba en blanco y negro, era claramente un amanecer muy colorido.