sábado, enero 31, 2009

Ella, sus teclas, nuestra relación



El primer contacto que tuve con una computadora fue hace más de diez años, tal vez más de quince. Yo era un niño y la pantalla negra con recuadros parpadeantes en luz anaranjada no me parecía tan nueva ni impresionante: nada que no hubiera visto en la televisión. Resultaba lógico que consiguiera con su debido tiempo, los productos que aparecían en pantalla. Conseguir una computadora había sido cuestión de tiempo y ahora estaba frente a mí, como la de Batman o la de Zabludowsky: un teclado rígido, carcasa plástica gruesa que contenía una pantalla negra, sólo variaban los tonos de las luces parpadeantes: blanca, amarilla, algunas pocas incluso verdes, pero la mía era naranja. 

El lenguaje para comunicarse con estos armatostes era complejo, muchos ‘//’ y ‘--‘, muchos puntos y palabras abreviadas al más estilo gringo. Que no es inglés precisamente, sino el resultado de una sincera tradición por abreviar las palabras.  Ni siquiera recuerdo las operaciones o actividades mentales artificiales que era capaz de ejercer el aparato. Sólo recuerdo una: un código de casi dos renglones que mostraba a Madonna enseñando una chichi. Lo memoricé, al darle ‘enter’, la tecla más gorda, iba apareciendo la cantante que tanto le gustaba a mi tía la más joven y a mi prima la más grande, de abajo a arriba con un bip por cada centímetro subido, y enseñándome su seno en pixeles anaranjados. Ahí comenzó la relación con la computadora.

Desde ese día su forma ha cambiado y diversificado, sus funciones son más complejas; el contenido de su pantalla ha rebasado al de la televisión, ayudó sin duda a que me despidiera de esa otra máquina, estúpida niñera boba, perra adictiva. Recuerdo buena parte de mi infancia y adolescencia frente a ella, consciente del desperdicio de oxígeno que generaba, sí, pero hipnotizado auténticamente. En fin, eso le agradecí al ‘ordenador’, castizo término que resulta más apropiado para la relación que con este se ha ido desarrollando. Ordenador.

Absorbe mis textos, mis fotografías, mi música, mi vida privada limitante con mi vida pública. Maneja un doble discurso, aparenta sencillez y una blancura en su buscador por excelencia, imponente ventana al universo humano: Google. Pero cuando el servidor presenta sus ‘Términos’, más bien parecen el contrato de venta de alma, letras pequeñitas y dos cuadritos para dar click, aceptas o no.

Varias veces he considerado seriamente hacer el intento por borrar mis identidades virtuales. En algunos casos lo he logrado. Pero en su mayoría me cuesta trabajo, borrarlas sería como quemar un álbum de fotos, y no me molestan las fotos sino el álbum, galería pública sin control, no depende de mí quien las muestra ni quien las ve, mucho menos de cuales son expuestas. Galería que rebate a mi memoria.

Mi padre se queja de mi madre por dedicar más tiempo en teclado y mouse que en él, pero recibo de su parte a veces cinco cadenas diarias, a veces más. Reenvío infinito de letrillas corriendo por montones en el mundo. En distintos idiomas. Más o menos diciendo lo mismo una y otra vez.

En contrapeso se puede agradecer que pueda encontrar una receta extravagante para cocinar pasta en tan sólo segundos, que los académicos se den de topes al hacerlo instrumento básico de estudios y recibir en cambio, la mayor cantidad de plagios en su historia, resulta maravilloso ver videos sobre gente haciendo el ridículo en distintas partes del mundo, nido de los espontáneos y brevísimos famosos contemporáneos. Un sin fin de posibilidades ofrece la computadora: ver a gente de todo el mundo follando en todas las posiciones imaginadas, tener conversaciones innecesarias con personas desconocidas que se presentan con una foto chiquita y un cuadro de texto, conseguir música gratis, a veces por el simple hecho de conseguirla, dejar de comprar el periódico, revistas o  incluso comprar presencialmente. Dejar de usar el teléfono, de prender el televisor o la radio, de ir al cine, de salir a la calle. Dejar de abrir un libro. Pero sobre todo, lo que logra la máquina, es dejar una sensación de que todos ven los mismos videos, escuchan la misma música, leen las mismas noticias, se la jalan viendo el mismo porno, y al mismo tiempo.

Por abierta y libre que parezca la red, si en China tecleo el nombre de un activista/preso político en el buscador, la máquina que usé se bloquearía y en poco tiempo llegaría algún representante del estado a indagar sobre mi búsqueda. No hay que olvidar que al fin y al cabo, esto que nos interconecta es tecnología militar. Tan noble toda ella.

Lo más curioso es la interdependencia del uno con el otro, nos parecemos cada vez más a nuestras máquinas y viceversa, las relaciones de pareja se confirman y anuncian virtualmente, si no, no son oficiales, somos nuestra foto de perfil, nos avalamos en el resultado de la búsqueda de nosotros mismos. Somos lo que ellas dicen que somos, y si no, no somos. Cada vez nos convertimos más el uno en el otro. Poco ayuda mi sensible paranoia general, mucho menos ayuda leer a K. Dick:

Así que nosotros y nuestras elaboradas computadoras en evolución podríamos toparnos el uno al otro a la mitad del camino. Algún día un ser humano, llamado tal vez Fred White, pueda dispararle a un robot llamado Pete Something-u-otro, quien ha salido de una fábrica de la General Electric, y para su sorpresa lo ve sufrir y sangrar. Y puede que el robot moribundo dispare en defensa, y para su sorpresa, vea una corriente de humo gris saliendo de la bomba eléctrica que suponía ser el corazón latente del Sr. White. Sería un gran momento de verdad para ambos

Con esto echo a andar las posibilidades, tal vez Michael Jackson sea un robot, Carlos Fuentes, Slim, Obama, Palou. La lista es infinita. Si lo fueran, mi percepción no cambiaría mucho de ellos. De alguna forma no dista tanto la función humana que la de la computadora, más de unos que de otros. Herramientas públicas, condicionadas, controladoras, renovables. Así pues, le entrego el texto al disco duro. Que se lo trague para que luego lo escupa a la red. Para todos ustedes.

jueves, enero 22, 2009

Prólogo conclusivo



No soy un texto. Soy materia en descomposición, digestión de pensamientos de otros, transición cíclica, punto de una línea. Si fuera un texto ya estaría muerto. Aunque, de alguna forma, probablemente ya lo esté.

Soy producto de la suburbia gris, limbo sobrepoblado que orbita la megaciudad. Quimera clasemediera frustrada entre fábricas y centros comerciales, eso es todo lo que hay, corredores industriales adheridos al periférico interrumpidos de vez en cuando por paraísos del consumo: cines con carteleras repetitivas, trapos carísimos.

 Vías rápidas convertidas en estacionamientos diurnos. Los sueños de una generación de migrantes mediocres se desmoronan alrededor, migrantes que fueron al norte inmediato, el que empieza después del campo militar número 1, del recién demolido Toreo, de unas espantosas torres coloridas que en principio fueron contenedores de agua y ahora son basureros, lienzo de grafiteros sin talento. Estas vialidades son la galería demográfica de nosotros, los que salieron por que quisieron y los que no, los que ahí les tocó cuando llegaron, los dormitorios masivos, las interminables filas de autos.

Hace veinte años viví feliz allí. Un parque con ciervos en cautiverio. Un río vivo y veloz. Mi casa en las alturas de un cerro, su vista al inmenso manto de luces que se fue ampliando sin control. Mis amigos en los parques, en las banquetas amplias de las zonas residenciales, en los centros comerciales de cielos artificiales. La vista desde los seguros hombros de mi padre, sus bromas picantes, sus manos grandes; mi madre y su dulce voz, mi madre y sus brazos que congelan el tiempo y desaparecen el espacio, mi madre embarazada y mi hermano. Y en los fines de semana: la ciudad. La ciudad con sus luces, sus universidades, sus teatros y restaurantes lujosos, sus cruces peatonales. Como pocas veces, los urbanistas fueron acertados al bautizar la zona, Ciudad Satélite. Girando alrededor de algo a lo que no pertenece. Interdependencia sistémica. Alienada población trabajadora entre arribismo burdo y conformismo obligado.

El autor da una calada al cigarrillo y exprime a la memoria. Considera que hablar sobre su felicidad resulta aburrido y genérico, lo confunde esta razón, tal vez crea esto porque ahora es feliz, pero no se atrevería a afirmarlo por la posibilidad de perderlo. “La palabra crea para después destruir” piensa.

La inocente felicidad se desvaneció cuando tomé el volante, cuando me volví parte de esas luces que veía desde el cerro. En ese advenimiento me convertí en una sombra, una persona sin identidad, ni chilango ni mexiquense, ni citadino ni provinciano. Pero eso sólo me importaba a mí. Mis amigos estaban muy preocupados por ver quién aguantaba más tequilas mientras yo sentía que aquello era un escenario triste, la cena insaciable del condenado a muerte.

No culpo a mis padres, al fin y al cabo ellos huyeron de barrios que ahora asemejan más a una favela que al escenario feliz de sus infancias. En realidad no culpo a nadie más que a mí, por desear otra tierra, por no hablar jactancioso de mi localidad, por sentirme aislado de mis conurbanos, por disconforme.

La culpa lo persigue desde siempre, cree que ella es quien lo ha expulsado, culpa de no sentirse culpable, culpa de no merecer, de no hacer por tener, de hacer y dejar de hacer. Por eso detesta entrar a una iglesia, la parafernalia católica no hace más que inculpar, como la ley, como el otro.

Desarraigo suburbial

No tardé mucho en salir. Apenas terminé la preparatoria emprendí una búsqueda de la residencia óptima, el espacio del que hablaría como si fuera mi casa. Creí que eso sería posible. Me despedí de las mujeres de mi adolescencia, fui a los lugares que alguna vez habían sido escenario de mi felicidad, fumé a un lado del río ahora seco, del parque sin ciervos, del panorama de luces citadinas. Me despedí de familiares y amigos, sabiendo que a partir de ese día  sería un visitante en lo que alguna vez fue mi casa.

No volví a encontrar una casa, desde que salí hice una o dos mudanzas al año, reduje mi equipaje a lo elemental y me acostumbré a decir adiós. He llamado por cobrar desde Londres y Moscú para establecer conversaciones superficiales sobre mi estado “estoy bien”, “hace frío”, “aquí son las dos de la mañana”.

Cholula, Puebla.

Provincianos jóvenes y adinerados, foráneos rubios con ropas chiapanecas, bicicletas salvajes, perros dueños de calles adoquinadas, cholultecas discretos. Entre rentas bajas y colegiaturas desmesuradas pasé mis estudios universitarios. Desilusión académica. Aulas reculas e individuos aún más. Gobernantes feudales de ciudadanos convenientemente olvidadizos. Inconformidad continua, exacerbada. ¿Justificada?

El autor suspira y piensa en sus momentos de conformidad: en los muslos desnudos de su mujer, las sobremesas en un restaurante con sus padres y su hermano, cuando fumó marihuana por primera vez y equivocadamente la mezcló con el tequila más risueño, en ella y sus senos, en ella y su apasionada discusión, en ella. “Que efímera es mi conformidad”. Este pensamiento lo incomoda, lo acongoja.

Si fuera un texto estaría incompleto. Sería la introducción de un personaje en búsqueda del hogar. Podría haber una reflexión por cada lugar que el personaje haya pisado, por la mujer que ha amado, por las otras tantas que temporalmente lo cautivaron, de amistades evaporadas con el humo, de los momentos de rabia, de una paliza recibida en un parque inglés o de un taxista que lo anestesió y robó en San Petersburgo, del odio que siente por la policía mexicana y su clase gobernante. Si el autor pretendiera ser conclusivo podría escribir sobre el regreso a la suburbia, ser un extraño en casa y un fantasma con sus amigos, de la tristeza de ver que nada cambia y que si cambia es en conjunto, no como él, no con él. Pero este es un texto incompleto, por que el personaje es joven e inmaduro. No está incompleto por que no tenga final, sino porque el desarrollo es inexistente. El final existe, el personaje no encuentra su casa, la perdió para siempre cuando tomó el volante, cuando dijo adiós y se acostumbró a ello, luego muere, y con eso, el personaje finalmente es texto. Mientras tanto: no soy un texto.