Ella, sus teclas, nuestra relación
El primer contacto que tuve con una computadora fue hace más de diez años, tal vez más de quince. Yo era un niño y la pantalla negra con recuadros parpadeantes en luz anaranjada no me parecía tan nueva ni impresionante: nada que no hubiera visto en la televisión. Resultaba lógico que consiguiera con su debido tiempo, los productos que aparecían en pantalla. Conseguir una computadora había sido cuestión de tiempo y ahora estaba frente a mí, como la de Batman o la de Zabludowsky: un teclado rígido, carcasa plástica gruesa que contenía una pantalla negra, sólo variaban los tonos de las luces parpadeantes: blanca, amarilla, algunas pocas incluso verdes, pero la mía era naranja.
El lenguaje para comunicarse con estos armatostes era complejo, muchos ‘//’ y ‘--‘, muchos puntos y palabras abreviadas al más estilo gringo. Que no es inglés precisamente, sino el resultado de una sincera tradición por abreviar las palabras. Ni siquiera recuerdo las operaciones o actividades mentales artificiales que era capaz de ejercer el aparato. Sólo recuerdo una: un código de casi dos renglones que mostraba a Madonna enseñando una chichi. Lo memoricé, al darle ‘enter’, la tecla más gorda, iba apareciendo la cantante que tanto le gustaba a mi tía la más joven y a mi prima la más grande, de abajo a arriba con un bip por cada centímetro subido, y enseñándome su seno en pixeles anaranjados. Ahí comenzó la relación con la computadora.
Desde ese día su forma ha cambiado y diversificado, sus funciones son más complejas; el contenido de su pantalla ha rebasado al de la televisión, ayudó sin duda a que me despidiera de esa otra máquina, estúpida niñera boba, perra adictiva. Recuerdo buena parte de mi infancia y adolescencia frente a ella, consciente del desperdicio de oxígeno que generaba, sí, pero hipnotizado auténticamente. En fin, eso le agradecí al ‘ordenador’, castizo término que resulta más apropiado para la relación que con este se ha ido desarrollando. Ordenador.
Absorbe mis textos, mis fotografías, mi música, mi vida privada limitante con mi vida pública. Maneja un doble discurso, aparenta sencillez y una blancura en su buscador por excelencia, imponente ventana al universo humano: Google. Pero cuando el servidor presenta sus ‘Términos’, más bien parecen el contrato de venta de alma, letras pequeñitas y dos cuadritos para dar click, aceptas o no.
Varias veces he considerado seriamente hacer el intento por borrar mis identidades virtuales. En algunos casos lo he logrado. Pero en su mayoría me cuesta trabajo, borrarlas sería como quemar un álbum de fotos, y no me molestan las fotos sino el álbum, galería pública sin control, no depende de mí quien las muestra ni quien las ve, mucho menos de cuales son expuestas. Galería que rebate a mi memoria.
Mi padre se queja de mi madre por dedicar más tiempo en teclado y mouse que en él, pero recibo de su parte a veces cinco cadenas diarias, a veces más. Reenvío infinito de letrillas corriendo por montones en el mundo. En distintos idiomas. Más o menos diciendo lo mismo una y otra vez.
En contrapeso se puede agradecer que pueda encontrar una receta extravagante para cocinar pasta en tan sólo segundos, que los académicos se den de topes al hacerlo instrumento básico de estudios y recibir en cambio, la mayor cantidad de plagios en su historia, resulta maravilloso ver videos sobre gente haciendo el ridículo en distintas partes del mundo, nido de los espontáneos y brevísimos famosos contemporáneos. Un sin fin de posibilidades ofrece la computadora: ver a gente de todo el mundo follando en todas las posiciones imaginadas, tener conversaciones innecesarias con personas desconocidas que se presentan con una foto chiquita y un cuadro de texto, conseguir música gratis, a veces por el simple hecho de conseguirla, dejar de comprar el periódico, revistas o incluso comprar presencialmente. Dejar de usar el teléfono, de prender el televisor o la radio, de ir al cine, de salir a la calle. Dejar de abrir un libro. Pero sobre todo, lo que logra la máquina, es dejar una sensación de que todos ven los mismos videos, escuchan la misma música, leen las mismas noticias, se la jalan viendo el mismo porno, y al mismo tiempo.
Por abierta y libre que parezca la red, si en China tecleo el nombre de un activista/preso político en el buscador, la máquina que usé se bloquearía y en poco tiempo llegaría algún representante del estado a indagar sobre mi búsqueda. No hay que olvidar que al fin y al cabo, esto que nos interconecta es tecnología militar. Tan noble toda ella.
Lo más curioso es la interdependencia del uno con el otro, nos parecemos cada vez más a nuestras máquinas y viceversa, las relaciones de pareja se confirman y anuncian virtualmente, si no, no son oficiales, somos nuestra foto de perfil, nos avalamos en el resultado de la búsqueda de nosotros mismos. Somos lo que ellas dicen que somos, y si no, no somos. Cada vez nos convertimos más el uno en el otro. Poco ayuda mi sensible paranoia general, mucho menos ayuda leer a K. Dick:
Así que nosotros y nuestras elaboradas computadoras en evolución podríamos toparnos el uno al otro a la mitad del camino. Algún día un ser humano, llamado tal vez Fred White, pueda dispararle a un robot llamado Pete Something-u-otro, quien ha salido de una fábrica de la General Electric, y para su sorpresa lo ve sufrir y sangrar. Y puede que el robot moribundo dispare en defensa, y para su sorpresa, vea una corriente de humo gris saliendo de la bomba eléctrica que suponía ser el corazón latente del Sr. White. Sería un gran momento de verdad para ambos
Con esto echo a andar las posibilidades, tal vez Michael Jackson sea un robot, Carlos Fuentes, Slim, Obama, Palou. La lista es infinita. Si lo fueran, mi percepción no cambiaría mucho de ellos. De alguna forma no dista tanto la función humana que la de la computadora, más de unos que de otros. Herramientas públicas, condicionadas, controladoras, renovables. Así pues, le entrego el texto al disco duro. Que se lo trague para que luego lo escupa a la red. Para todos ustedes.