martes, noviembre 22, 2011

Mate a su jefe: renuncie



(historia de un esténcil encontrado en Buenos Aires)


En las calles de Buenos Aires prolifera el rotundo arte del esténcil: “El microcentro se desplomará” / “WAR DISNEY” / ”No al código hijos” / “El consumo nos consume” / “Se cayó el sistema”. Síntesis y humor negro y un efecto estético punzante, el temblor neuronal de un cambio de luces. “Despertate”, dice otro oráculo callejero bajo la alarma de un enorme reloj anacrónico, para advertir sobre el estado de embotamiento al que ha llegado la sociedad post industrial. El 2000 fue el año de la explosión estencilera en BA, como si las gotitas del aerosol —unas gotitas furiosas y casi siempre lúcidas— anunciaran la tremenda sacudida histórica que se vendría. Y en efecto, el ramalazo financiero llegó pocos meses después de que la clase media urbana hubiera comenzado a estampar sobre los muros de la ciudad su total desconfianza hacia el sistema y sus precios dolarizados: “Su vida peligra”, anunciaban unas figuras silueteadas en uno de los esténciles más ominosos y bellos que encontramos en Palermo.


Viajé con L a Buenos Aires en diciembre del año pasado en busca de los libros que ya no encontramos en México, del cine que aquí nunca veremos (el de Alex de la Iglesia, por ejemplo) y del talante ácido, inconforme, arriesgado del porteño post corralito. Estaba huyendo, en suma, de la frivolidad imperante de la literatura mexicana, en cuyos tentáculos comenzaba a enredarme estúpidamente. Había caído en una trampa y lo sabía: después de varios años de escritura silenciosa y de miseria funcional, adquirí de pronto un trabajo y un horario y un sueldo fijo en una legendaria revista contracultural que había caído en manos de un nuevo empresario, es decir, que había caído en desgracia. Mercadería desesperada y a menudo obscena, desprecio soterrado hacia el pensamiento y la literatura (“ésta –me decían todos los días—no es una revista para intelectuales”), culto al pop más ramplón: ningún heroísmo era posible entre sus páginas. Muy pronto me sentí perdida: me había equivocado de lugar. No sólo eso, trabajaba de mala gana cerca de diez horas diarias en medio de un ambiente más bien asfixiante y lleno de falsas pretensiones, respondiendo a intereses que no sólo no eran los míos, sino que contradecían violentamente varios años lectura sostenidas a pulso. En medio del desánimo dejé de escribir y comencé a sentirme enferma. Los domingos sólo quería ver partidos de la liguilla y comer pollo rostizado frente al televisor. Me había convertido en el vivo retrato de lo que Adorno llamó “el monstruoso aparato de la distracción”: hordas de hombres acumulando jornadas de trabajo, para obtener su cuota de vacío en “el ínfimo paraíso de los fines de semana, donde la gente comulga en la fatiga y el embrutecimiento” (Vaneigem). El día que tuve que entrevistar a Juanes supe que estaba tocando fondo.

Tal vez por eso, en cuanto llegué a Buenos Aires la basura que se acumulaba en sus calles (había una huelga municipal) me pareció hermosa. Ahí todo ocurría de un modo distinto, con más librerías, mejor cine nacional, más literatura (proliferante, incisiva, vigorosa), menos glamour de por medio. Ahí la cultura no parecía un objeto de lujo en disputa ni una carrera burocrática ni un desierto mediatizado. Ahí la literatura te saltaba encima como las moscas, o sea, como algo natural y ligeramente incómodo y perturbador. Lo mismo sucedía con las revistas que no aspiraban a la newyorkización ridícula ni tenían anuncios en couché en el setenta por ciento de sus páginas, sino escritura e ingenio y sentido del humor y falta de respeto por las convenciones culturales. Eso era como volver al anonimato, es decir, a la literatura real.

Una tarde, mientras caminábamos por el Microcentro hacia San Telmo (era domingo y las calles estaban desiertas, sucias), encontré sobre un muro descascarado un esténcil que parecía apuntarme con el dedo: “MATE A SU JEFE: RENUNCIE.” Se trataba del rostro de Mr. Burns, el capitalista siniestro de los Simpsons, asomando la nariz entre el cochambre de la ciudad. Me quedé helada, como si bruscamente todos mis sentimientos ocultos hubieran encontrado en él una expresión nítida: renunciar, eso debía hacer al volver a México. Tomamos una foto de Mr. Burns (en realidad, tomábamos fotos de todos los esténciles: nos habíamos convertido en turistas de los muros) y nos marchamos.

Como ocurre con todos los libros que han dejado una impresión turbulenta en nuestro ánimo, no he dejado de preguntarme desde entonces en dónde radicaba el poder de aquella frase. Tal vez, lo pienso ahora, en que proclamaba no sólo la revolución contra los checadores de tarjeta, sino el alzamiento contra la frustración autoimpuesta y el estancamiento. Pero lo mejor de todo era que, en medio de una de las peores crisis de desempleo en Argentina, la pinta tenía la desfachatez de promover la renuncia en masa. No se trataba de ironía, sino de un revival del “NO TRABAJE NUNCA”, la proclama situacionista que apareció en los muros de París en el Mayo del 68, lanzando una crítica extrema hacia el carácter insaciable de la economía de mercado, donde la productividad es esclavitud bajo la apariencia de una dicha pasajera. En tales circunstancias, renunciar es un acto de libertad, una batalla de la vida y el placer contra la coerción del trabajo.

No es extraño que una pinta así apareciera en el “París de América”. Durante la década de los noventa, Buenos Aires se ostentó como la capital latinoamericana del rat race, compitiendo absurdamente con Londres, Nueva York y Roma, las ciudades más caras del mundo donde es necesario trabajar quince horas diarias para pagar un cuarto-ratonera. La supervivencia había sustituido a la vida, pero de todos modos la juventud, la burguesía ilustrada, los escritores, los amantes del shopping parecían felices entre tanto confort de ensueño. Quizá por eso, la debacle porteña encarnó tan plástica y trágicamente la corrosión del bienestar contemporáneo y la fragilidad de sus falsas aspiraciones.


Vivian Abenshushan