martes, mayo 01, 2012

Un hombre que duerme

Te quedas en tu cuarto, sin comer, sin leer, casi sin moverte. Miras la cubeta, la estantería, tus rodillas, tu mirada en el espejo resquebrajado, el bol, el interruptor. Escuchas los ruidos de la calle, la gota de agua en el grifo del descansillo, los ruidos de tus vecinos, sus carraspeos, los cajones que abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera. Sigues, sobre el techo, la línea sinuosa de una fina grieta, el intinerario inútil de una mosca, la progresión casi localizable de las sombras.

Ésta es tu vida. Esto es lo que tienes. Puedes hacer el inventario exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto de siglo. Tienes veinticinco años y veintinueve dientes, tres camisas y ocho calcetines, algunos libros que ya no lees, algunos discos que ya no escuchas. No tienes ganas de acordarte de nada, ni de tu familia, ni de tus estudios, ni de tus amores, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus proyectos. Has viajado y no has traído nada de tus viajes.

Estás sentado y sólo quieres esperar, esperar solamente hasta que no haya más que esperar: que venga la noche, que den las horas, que los días se vayan, que los recuerdos se desdibujen.

No vuelves a ver a tus amigos. No abres la puerta, No bajas a buscar el correo. No devuelves los libros que tomaste prestados de la Biblioteca del Instituto Pedagógico. No escribes a tus padres.

Sólo sales cuando es de noche, como las ratas, los gatos y los mounstruos, arrastras los pies por las calles, te dejas caer en los pequeños cines mugrientos de los Grandes Buevares. A veces caminas durante toda la noche; a veces duermes todo el día.


Eres un holgazán, un sonámbulo, una ostra. Las definiciones varían según las horas, según los días, pero el sentido permanece más o menos claro: te sientes poco hecho para vivir, para actuar, para hacer cosas; no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido.

La vida moderna generalmente aprecia poco tales anhelos: a tu alrededor has visto, desde siempre, cómo se privilegiaban la acción, los grandes proyectos, el entusiasmo: hombre que va hacia adelante, hombre con los ojos fijos sobre el horizonte, hombre mirando la línea recta ante sí, Mirada límpidam, mentón tenaz, paso seguro, vientre liso. La tenacidad, la iniciativa, el golpe de efecto, el triunfo trazan el camino demasiado nítido de una vida demasiado modélica, dibujan las sacrosantas imágenes de la lucha por la vida. Las mentiras piadosas que acunan los sueños de todos los que patalean y se empantanan, las ilusiones perdidas de miles de marginados, esos que llegaron demasiado tarde, esos que depositaron su maleta sobre la acera y se sentaron encima para secarse la frente. Pero tú ya no necesitas más excusas, remordimientos, añoranzas. Ya no rechazas nada, no rehúsas nada. Has dejado de avanzar, pero es que ya no avanzabas, no empiezas de nuevo, has llegado, no ves qué es lo que irías a hacer más lejos: es suficiente, ha sido casi suficiente un día de mayo en que hacía demasiado calor, la inoportuna confluencia de un texto del que habías perdido el hilo, un bol de Nescafé de repente demasiado amargo y una cubeta plástica rosa llena de agua negruzca donde flotan seis calcetines para que algo se rompa, se altere, se desfase, y que aparezca a plena luz - pero la luz no es jamás plena en la buhardilla de la rue Saint-Honoré - esta verdad decepcionante, triste y ridícula como unas orejas de burro, pesada como un diccionario Gaffiot: no tienes ganas de continuar, ni de defenderte, ni de atacar.

Tus amigos se han cansado y ya no llaman a tu puerta. Ya no andas apenas por las calles donde podrías encontrarlos. Evitas las preguntas, la mirada de aquél a quien el azar a veces pone en tu camino, rehúsas la cerveza o el café que te ofrece. Sólo ellas, la noche y tu buhardilla, te protegen: el banco estrecho donde te quedas tumbado, el techo que cada momento descubres; la noche, donde, solo en medio de la locuta de los Grandes Bulevares, llegas casi a ser feliz por el ruido y las luces, el movimiento, el olvido. No necesitas hablar, querer. Sigues a las multitudes que van y vienen, de la République a la Madeleine, de la Madeleine a la République.



Fragmento de "Un hombre que duerme", de Georges Perec, 1967