domingo, diciembre 27, 2009

Sexus

126-128

He was so completely carried away by this idea that everyone should participate in their joy that he went on talking for twenty minutes or more, roaming from one thing to another like a man sitting at the piano and improvising. He hadn’t a doubt in the world that we were all his friends, that we would listen to him in peace until he had had his say. Nothing he said sounded ridiculous, however sentimental his words may have been. He was utterly sincere, utterly genuine, and utterly possessed by the realization that to be happy is the greatest boon on earth. It wasn’t courage which had made him get up and address us, for obviously the thought of getting to his feet and delivering a long extemporaneous speech was much of a surprise to him as it was to us. He was for the moment, and without knowing it, of course, on the way to becoming an evangelist, that curious phenomenon of American life which has never been adequately explained. The men who have been touched by a vision, by an unknown voice, by an irresistible inner prompting – and there have been thousands of them in our country – what must have been the sense of isolation in which they dwelled, and for how long, to suddenly rise up, as if out of a deep trance, and create for themselves a new identity, a new image of the world, a new God, a new heaven? We are accustomed to think of ourselves as a great democratic body, linked by common ties of blood and language, united indissolubly by all the modes of communication which the ingenuity of man can possibly devise; we wear the same clothes, eat the same diet, read the same newspapers, alike in everything but name, weight and numbers; we are the most collectivized people in the world, barring certain primitive peoples whom consider backward in their development. And yet – yet despite all the outward evidences of being close knit, interrelated, neighborly, good-humored, helpful, sympathetic, almost brotherly, we are lonely people, a morbid, crazed herd thrashing about in zealous frenzy, trying to forget that we are not what we think we are, not really united, not really devoted to one another, not really listening, not really anything, just digits shuffled about by some unseen hand in a calculation which doesn’t concern us. Suddenly now and then someone comes awake, comes undone, as it were, from the meaningless glue in which we are stuck – the rigmarole which we call the everyday life and which is not life but a trancelike suspension above a great stream of life – and this person who, because he no longer subscribes to the general pattern, seems to us quite mad finds himself invested with strange and almost terrifying powers, finds that he can wean countless thousands from the fold, cut them loose from their moorings, stand them on their heads, fill them with joy, or madness, make them forsake their own kith and kin, renounce their calling, change their character, their physiognomy, their very soul. And what is the nature of this overpowering seduction, this madness, this “temporary derangement”, as we love to call it? What else if not the hope of finding joy and peace? Every evangelist uses a different language but they are all talking about the same thing. (To stop seeking, to stop struggling, to stop climbing on top of one another, to stop thrashing about in the pursuit of vain and vacillating goals.) In the twinkle of an eye it comes, the great secret which arrests the outer motion, which tranquilizes the spirit, which equilibrates, which brings serenity and poise, and illumines the visage with a steady, quiet flame that never dies. In their efforts to communicate the secret they become a nuisance to us, true. We shun them because we feel that they look upon us condescendingly; we can´t bear to think that we are not the equal of anyone, however superior he may seem to be. But we are not equals; we are mostly inferior, vastly inferior, inferior particularly to those who are quiet and contained, who are simple in their ways, and unshakable in their beliefs. We resent what is steady and anchored, what is impervious to our blandishments, our logic, our collectivized cud of principles, our antiqued forms of allegiance.


Henry Miller

sábado, diciembre 05, 2009

Manifiesto exiguo


No al nuevo cine, porque no hay uno

sólo repeticiones rimbombantes de caras conocidas

de historias contadas eternamente

de reflexiones enlatadas, pensamientos sardina

no a la ficción por la ficción

a la ficción efectista empapada de moraleja

a la cobardía por la autoría

a las historias intervenidas

pero tampoco al documental indigenista

del turista que se toca el corazón

engordando la billetera

no a la voz en off del Discovery

que hace de la narrativa una fabrica de salchichas

Syd Field empalado

bajo los huevos de Svankmaajer

a carcajadas de Harmony Korine

nunca la venta antes que el guión

nunca la alfombra roja al final de los créditos

si se puede

nunca la alfombra roja

los premios como pretextos no como objetivos

los desnudos también

no a la risa fácil ni al remake

siempre recordar que Iñarritu es un buen organizador, y nada más

el corto como recurso

los publicistas como la peligrosa puta que enamora

Reygadas no es Jesús, pero igual hay que rezarle

seguir la silueta panzona de Hitchcock es un privilegio

mejor seguir todas o ninguna

no abusar del casting de Teil puede ser elegante

así como alejarse de los Bichir, Diego y Gael

el cine no como televisión ni revista

ni como una niñera tetona y condescendiente

el cine como expresión útil

como  rayos x

como semental

como ciudadano

 


La ficción como documental

El documental como ficción

historias coherentes al autor

y sobre todo

un autor en coautoría

de manos sin recelo

de egos conmovidos

Gaput craput – como ventana

 

No comprenderías mi soledad en la habitación

rompiendo espejos espejismos de despojo

después de una chaqueta o un café

o el vacío absoluto al respirar

 

Qué vas a comprender

si buscas en el resquicio de la traición

si pregonas la justicia y la honestidad

parada en pudín de chocolate

justificando al homo sapiens

con la frialdad aclaratoria de un escupitajo

 

Gaput caput, trin!

muerdes mi pelo desde tu sueño

Gaput craput

desapareces en silenciosa tempestad

Trapuk trin!

y mueres por siempre en el paralelo

existir, que da igual

 

Sobar la razón fue un delito

en el arco de la felicidad

-       Jodiste todo!

Susurraste estridentemente al oído

 

mayo, 1996 – no nos conocíamos

enero, 2010 – no nos conocimos

la cama clavada a la pared

como crucifijo

como ventana

 

Buen muchacho


Él era el consentido de la maestra, iba en quinto de primaria. La maestra lo obligó a espiar al niño más lépero del salón, para reportárselo al director. El director, de rostro caído y orejas larguísimas, lo mandó a llamar a los dos días. Le pidió que le dijera al oído todas las malas palabras que había escuchado de su grosero compañero. Él se acercó y dijo tembloroso “nalgas”. El director lo tomó del brazo y le indicó que lo susurrara, sugiriendo sutilmente que tales palabras eran impronunciables en voz alta, sólo en voz alta. El niño puso sus pequeño labios dentro de la enorme oreja del director, y retomó la lista “nalgas, pito, pedo, puto, cabrón, pinche”. Qué niño! Exclamó el director, que después preguntó si también decía frases. El niño le dijo que no entendía a qué se refería con las frases. El director explicó que algo compuesto, más largo, un enunciado digamos. Como chinga tu madre? Respondió el niño. Justo así, ven, dime. Se volvió a acercar al director. El niño pensó por un tiempo mientras hacía un ruido parecido a un zumbido, apretando la boca. Chinga tu culo, vete a la mierda…no sé. Respondió el niño. Entonces el director le pidió, encunando sus enormes manos, que dentro de ellas le mostrara las groserías que hacía con la mano su compañero. El niño, temeroso, metió su mano en las del director, ahí le mostró la señal de pito y la de güevos. El director reprobó meneando la cabeza y con una exhalación fuerte. El niño sacó la mano de la cueva de falanges rápidamente, y dudoso le hizo el ademán característico de chinga tu madre. El director se mostró sorprendido y volteó a ver a la maestra, que presenciaba el acto desde el marco de la puerta. Agradeció a la maestra y, cual médico escribiendo su receta, firmó un reporte para el niño en cuestión, se lo dio a la maestra y delicadamente le dio unas palmaditas al niño espía. Buen muchacho.